Semáforos en lontananza que sólo veremos en rojo una vez; aparcamientos gratuitos a menos de diez metros de nuestro destino; camareros que desmontan cafeteras y limpian relojes de pared con parsimonia; vendedores de prensa preparando, alegres, la venidera y próspera temporada de fascículos; autobuses circulando pausadamente donde se sientan en perfecta armonía ancianos, embarazadas y jóvenes de veinte años; señales de ceda el paso que se respetan e, incluso, rotondas donde por unas semanas existe algo parecido a la preferencia.
Pasar el verano fuera de la ciudad, indudablemente tiene muchas ventajas. Pero vivir la canícula en la urbe, saboreando en una terraza a la sombra ese combinado de ausencia, retiro y nostalgia, crea un vínculo mayor con el asfalto y el hormigón que nos rodea, y nos hace cómplices de ella, haciéndonos más llevadero el progresivo regreso a la rutina otoñal.
Según la RAE, vacación es Descanso temporal de una actividad habitual y esa definición se hace patente sobre todo en las ciudades. A tenor de las zonas de veraneo por excelencia, con abarrotadas playas, restaurantes saturados, paseos marítimos congestionados, precios desorbitados y hoteles atestados, está claro que la ciudad no es tan infernal, sino que somos nosotros los demonios quienes, allá donde vayamos, sacamos a relucir nuestro perfumador de azufre.
Toda la razón... Cuando llegan a su fin estos meses de agosto que suelo pasar en Madrid, siempre me viene a la cabeza un pensamiento: "ojalá no volviesen la mitad de los que están fuera, que se queden donde estén y nos dejen esto un poquito más habitable".
ResponderEliminarJ, hay un momento muy duro para los que no nos hemos ido, que es cuando llega septiembre y vemos que ese pensamiento que comentas, un año más, no se ha cumplido.
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