Invitar a alguien a una boda es hacerle un roto, lo queramos o no. Y un compromiso, nunca mejor dicho. Cortes de pelo, gemelos, alquiler de chaqué, zapatos, permanentes, maquillajes, bolsitos a juego, complementos, alojamiento, peajes, gasolina, desayunos, etc. Todo ello sumado a la broma del regalo, deja cualquier cuenta tiritando, por muy saneada que esté.
Cuando uno recibe una invitación de boda ya se plantea si el que se la ha enviado es o no un amigo, porque alguien a quien te une una amistad no hace faenas así. Un colega nos llama para hacer una mudanza, para ir a ver un coche de segunda mano, para compartir unas entradas de un sorteo, para hacer de apoyo en una fiesta a la que se va por compromiso... pero no manda una especie de telegrama con un papel, un número de cuenta y un mapa que explica cómo llegar al otro extremo de la península para verle.
Un verdadero amigo te dice "tío, que sepas que me caso, pero no te voy a hacer la faena de venir". Y entre los dos se inventan un falso enfado que justifique la ausencia, que dura desde un mes antes de la boda hasta un mes después. Luego la amistad continúa, y el dinero del viaje, del regalo y del chaqué acaba donde tiene que ir: a los billares y al abono del fútbol. Con los amigos.
Y es que eso de "al enemigo ni agua" ha quedado obsoleto. Lo correcto debería ser "al enemigo, invitación de boda".