jueves, 26 de junio de 2014

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Invitaciones a bodas

Pocas cosas hay que rompan más la economía familiar que una invitación a una boda. Cualquier presupuesto, por holgado que sea, se viene abajo ante la presencia del horrendo sobrecito blanco. Qué tendrán las bodas, que siempre llegan en el peor momento para nuestro bolsillo.

Invitar a alguien a una boda es hacerle un roto, lo queramos o no. Y un compromiso, nunca mejor dicho. Cortes de pelo, gemelos, alquiler de chaqué, zapatos, permanentes, maquillajes, bolsitos a juego, complementos, alojamiento, peajes, gasolina, desayunos, etc. Todo ello sumado a la broma del regalo, deja cualquier cuenta tiritando, por muy saneada que esté.

Cuando uno recibe una invitación de boda ya se plantea si el que se la ha enviado es o no un amigo, porque alguien a quien te une una amistad no hace faenas así. Un colega nos llama para hacer una mudanza, para ir a ver un coche de segunda mano, para compartir unas entradas de un sorteo, para hacer de apoyo en una fiesta a la que se va por compromiso... pero no manda una especie de telegrama con un papel, un número de cuenta y un mapa que explica cómo llegar al otro extremo de la península para verle.

Un verdadero amigo te dice "tío, que sepas que me caso, pero no te voy a hacer la faena de venir". Y entre los dos se inventan un falso enfado que justifique la ausencia,  que dura desde un mes antes de la boda hasta un mes después. Luego la amistad continúa, y el dinero del viaje, del regalo y del chaqué acaba donde tiene que ir: a los billares y al abono del fútbol. Con los amigos.

Y es que eso de "al enemigo ni agua" ha quedado obsoleto. Lo correcto debería ser "al enemigo, invitación de boda".

miércoles, 18 de junio de 2014

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Los místicos en Facebook

La libertad de expresión tiene ventajas e inconvenientes. Facebook, como canal de comunicación que es, también presume de ella. Hay comentarios sublimes en tres palabras y aburridas disertaciones sin el más mínimo interés. Y hay una tercera vía: los místicos.

Los místicos son esos habituales de las redes sociales que, sin venir a cuento, comparten en su muro perlas del suspense dignas de Agatha Christie, tales como "Sabía que iba a ocurrir" o "No puedo más". El primer instinto de alguien normal que ve un comentario así es preguntar qué ha pasado y preocuparse por la integridad del enigmático comentarista. La respuesta habitual, pública, suele ser algo como "nada, que voy a matar a alguien" o "la vida es un puto asco".

Ante semejantes explicaciones uno queda perplejo, ya que se encuentra en la misma situación de incógnita, con el añadido del tiempo perdido esperando entablar un diálogo que saque de la situación de desamparo al primero, y de preocupación al segundo. Poner comentarios así denotan un egoísmo muy grande, pues provocan la implicación de los demás para posteriormente obtener una respuesta ridícula, y no está el tiempo para perderlo.

"Hasta aquí hemos llegado". Otra frase muy habitual en los muros creados por Zuckerberg. Una publicación así en Facebook solo cobra sentido si va acompañada de una foto de quien la ha escrito, con un Astra 38 especial apuntando a su propia sien. Ahí sí queda claro de qué va la fiesta, y cómo va a acabar. Entonces sí podemos preocuparnos por nuestro amigo. Incluso, en un alarde de amistad, en lugar de poner un comentario desanimándole a seguir adelante con el proyecto, podemos mandarle un whatsapp.

Hay que acabar con estos místicos. Ya lo dice el gran @norcoreano en twitter: "Como pacifista convencido que soy, prohibí la libertad de expresión para que la gente no discutiese."

jueves, 12 de junio de 2014

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Las apps de nuestros abuelos

Aunque los años pasen, y con ellos las tendencias, usos y modas, otras cosas siguen imperturbables aunque ahora vayan camfuladas en apps para nuestro teléfono listillo.

De siempre hemos comentado las extrañas costumbres de nuestros padres y abuelos, como lo de ir al banco a poner al día la cartilla cada dos por tres, para asegurarse de que no había habido un corralito o que las 37,50 pesetas seguían estando allí, igual que el lunes y el martes. ¿Cuántas veces entramos en la app de nuestra entidad financiera para comprobar si nos han ingresado el dinero de nuestra última devolución de Amazon, o ver si nos han cobrado ya el seguro del coche y que se corresponde con lo indicado en la carta de renovación? No tenemos más que mirar cualquier móvil a nuestro alrededor para ver lo rápido que ubicamos la aplicación de ING, Santander, Openbank y demás.

Otra costumbre de nuestros padres y abuelos era la de asomarse al buzón cada vez que pisaban el portal, no sea que hubiese venido Miguel Strogoff con una importante misiva del Zar, o un giro del Pony Express con los beneficios de nuestras minas de oro de San Francisco. Pasaron las décadas y ahí estamos nosotros, con nuestro "push mail". No nos vale que el teléfono compruebe el correo cada quince o treinta minutos. Tiene que ser push. Que al segundo de recibirlo, salte una notificación. No podemos perder la promoción del 15% de descuento en Cortefiel online o la semana de la electrónica en Carrefour.

Otro momento de máximo respeto y silencio era cuando "daban el tiempo": Mariano Medina era Dios en la Tierra. Más que Juan Pablo II. Vaya tontería para nosotros preocuparse por la marejada de variable fuerza seis arreciando a fuerte marejada en las costas gallegas. Pero ahora una de las aplicaciones estrella en nuestro smartphone es la del tiempo meteorológico, con todo tipo de gráficos, máximas y mínimas y la posibilidad de registrar veinte poblaciones a la vez.

Cambia el soporte, pero no la costumbre. Disfrazados bajo otra piel, somos igual que generaciones anteriores. Para bien o para mal. O para ambas.

jueves, 5 de junio de 2014

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Los perdonavidas

En más ocasiones de las que nos gustaría nos encontramos con personas a las que, hagamos lo que hagamos, parece que les debemos la vida. El problema viene cuando a esas personas las ponen de cara al público.

Todos tenemos días malos en los que maldita la gracia que nos hace estar obligados a interactuar con otras personas.  Pero cuando por motivos laborales debemos dar la cara ante los demás, tenemos que ser profesionales y guardarnos el cabreo para nosotros mismos, pues nadie tiene la culpa de nuestro malestar. Aún así, somos humanos y, como todos nos levantamos a veces con el pie cambiado, podemos ponernos en el papel del otro y perdonar.

Lo que no tiene justificación alguna es ese personaje, habitual de mostradores donde se forman colas, que día tras día es desagradable por principio con todo el mundo pero que se deshace en halagos con sus compañeros. Impresentables de doble rostro capaces de dispensar un trato vejatorio a un pobre anciano que únicamente desea entregar el borrador de Hacienda, y a la vez reír el comentario irónico y despectivo de su compañero de ventanilla hacia nuestro antecesor, al que tachan de imbécil por olvidar rellenar la casilla 35.7.4. Siniestros administrativos que demuestran su superioridad buscando con afán nuestro fallo.

Debe de ser que los que tenemos que compulsar un DNI, tramitar una transferencia, solicitar un duplicado o sellar un documento en el registro general, no merecemos de los privilegios de su sonrisa ni de su simpatía. Somos seres inferiores puestos allí para molestarles. Como decía Forges, los funcionarios saben cosas que los humanos ni sospechamos.