Los ciclistas urbanos en una gran ciudad son un peligro constante. La principal razón es que creen que su papel de indefensión les otorga bula papal para circular por donde les venga en gana y disfrutar de una doble condición de peatones y vehículos, en función de sus intereses.
En ciudades como Madrid, donde cada vez se están creando más carriles bici, es raro verles circular por ellos, prefiriendo ser arrollados por el espejo de un autobús, golpeados por un mal gesto de una moto, o aprender a volar en un curso acelerado ofrecido por un cliente de un taxi que abre la puerta en el momento menos adecuado.
Los semáforos no van con ellos. Si la luz está en rojo, aminoran la marcha, y continúan. Si en el peor de los casos se viesen obligados a detenerse, realizan un rápido cambio de rumbo y pasan a circular por los pasos de cebra o por las aceras, sorteando viandantes. Todo es poco para los ciclistas urbanos. Ellos aportan progresía y ecologismo a la ciudad, por lo que debemos rendirles pleitesía y aplaudir a su paso.
Algunos de estos intrépidos pilotos no parecen entender que la calle Velázquez o la calle Serrano no son las carreteras comarcales de Nerja de principios de los años ochenta que veíamos en Verano Azul. Por el bien común, especialmente el suyo, y el de sus seres queridos, no pueden permitirse ir a ocho km/h, hablando por el móvil o con los auriculares puestos mientras sus enemigos naturales les enseñan de cerca el camino a la casa de socorro.
La convivencia entre la regulada agresividad de los automóviles con la tranquilidad y silenciosa anarquía de los ciclistas urbanos va a ser complicada mientras estos últimos no pongan también de su parte. Esto no es Berlín, Copenhage o Amsterdam. Aunque solo sea por aprecio a su vida, la gente que se mueve en bici debería ser más prudente en sus desplazamientos. Que el Ángel de la Guarda comienza a tener los gemelos demasiado cargados.