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Si no era suficientemente duro el final del mes de octubre, el ritual del cambio de hora y el incipiente asomo de los adornos navideños en los centros comerciales, por sí solos ya temibles, han venido a reforzarse con esa catástrofe cultural que conocemos con el nombre de Halloween.
En el caso de esta fiesta de monstruitos y golosinas, creo que no hemos reflexionado aún con la suficiente pausa sobre el alcance de perder el verdadero significado del Día de Todos los Santos, porque el gusto por la novedad y por todo lo que suponga romper con la tradición tiene la cualidad, en ocasiones virtuosa, en otras perniciosa, de hacernos olvidar lo que dejamos atrás.
Sin ánimo de aguarle la fiesta a nadie, quizás sería bueno que un niño supiera que esa celebración que él aprovecha para pedir caramelos con un disfraz que simula que se le están saliendo los sesos por un lado de la cabeza, realmente debería servir para recordar, por ejemplo, a unos abuelos a los que no hace tanto tiempo que ha perdido. Resulta sorprendente observar cómo la concepción de los difuntos ha pasado, en el corto tránsito entre tres generaciones, del recuerdo entrañable y recogido de los ausentes a la ridícula jarana de zombies y dráculas.
Tanto, que un niño de ahora no reconoce en el calendario otra cosa que no sea Halloween en la víspera del 1 de noviembre. No en vano lo lleva celebrando desde la guardería, tanto o más que la Navidad o el Día de la Madre. Pero no todo estará perdido si, mientras recuenta los caramelos que ha recogido por ahí y le limpiamos la sangre de pega de la cara, le explicamos que el motivo de que al día siguiente no tenga colegio no es Frankenstein, ni el Hombre Lobo ni la Bruja Piruja.
Así, nos quedará la esperanza de que los últimos días de todos los futuros meses de octubre seguirán contando con los cambios de hora, los precoces productos navideños, la noche de Halloween y los artículos escritos para criticarla.
Llorente.