Si todo el mundo guarda silencio en el cine, en la ópera o
en el teatro, alguna explicación habrá para que sea imposible disfrutar de
determinados conciertos de música pop o rock sin el murmullo de fondo de las
conversaciones fuera de lugar del público.
Quizás el motivo esté en el hecho de asistir al evento de
pie, la masificación, el tener la barra cerca o sea la inevitable consecuencia
de que, en el fondo, las salas de conciertos no son sino bares adaptados a las
circunstancias, pero no deja de ser irritante tener al lado a un tipo que de
espaldas al escenario comenta con su colega el mal partido que hizo el Madrid
el domingo mientras el artista por el que ha pagado bastantes euros se deja la
garganta en el micrófono. Y si no los ha pagado y va de gorra, peor aún, porque
entonces estamos ante el caso del típico español que, si es gratis, acude donde
sea sin importarle a qué, incapaz de tener el más mínimo respeto hacia el
artista que actúa y hacia el público que lo intenta disfrutar.
En los conciertos de rock, el público en general ya se ha
acostumbrado a aguantar al tontaina de la primera fila que cada quince minutos
va a la barra a empujones a la ida y derramando la cerveza por las espaldas a
la vuelta, o al boceras que a 30 centímetros de nuestro oído grita todas las canciones
sin saberse las letras. Esos ya son parte del programa, pero lo menos que se
puede pedir es que cuando el cantante agarra la acústica y entona una balada a
baja luz la podamos disfrutar sin el ruido de fondo de conversaciones de gentes
que, entonces nos damos cuenta, no pintan nada allí, y adivinamos que son de
los que presumen de ser de los primeros en pillar entradas para U2 o AC DC
antes de que se agoten. Conciertos estos que se pasarán igualmente charlando
con sus acompañantes, pero de los que podrán alardear orgullosos.
Quizás sea, como he insinuado, algo vinculado a la música
popular que se escucha de pie y con un grifo de cerveza al lado, pero no deja
de ser una devaluación de los artistas implicados, que se convierten
automáticamente en mera música de fondo para las conversaciones de tipos
aburridos y maleducados.
En previsión de futuros casos, yo recomendaría a todos los
grupos que para sus próximos bolos tengan preparada una buena versión de aquel
tema de Kaka de Luxe que se titula "Pero qué público más tonto tengo". Por si hay
que sacarla a relucir.
Llorente, es un tema muy interesante como todos los que se plantean aquí.
ResponderEliminarNo acabo de verlo como usted. Pienso que la diferente actitud del público ante un espectáculo no depende tanto del espacio y del entorno (masificación, de pie, con bar), sino del tipo de espectáculo y del tipo de público.
La música pop-rock está concebida para su disfrute por un determinado perfil social (las masas populares) y en unos determinados entornos (bares, plazas de toros,polideportivos) donde reina el bullicio. Porque este tipo de música no está diseñada para que sea necesario prestarle una atención exhaustiva o escucharse en silencio, sino que más bien cumple la función de soniquete de fondo para crear ritmo o ambiente.
Los ejemplos contrarios que pone usted son otra cosa. En primer lugar, al menos la ópera, la música clásica y el teatro son percibidos por la sociedad como obras artísticas, no están dirigidos al gran público, sino a uno más selecto, culto y adinerado, y, por último, para ser disfrutados convenientemente suele ser imprescindible guardar silencio.
En un concierto de los Rolling todo el mundo se sabe la música y las letras, y va más por el ambientillo o por estar cerca de unos iconos culturales que por apreciar detenidamente cada acorde. En el teatro, en la ópera o en un concierto de Mozart entran en juego valores artísticos imposibles de apreciar sin poner antención. En el cine el silencio se impone por la necesidad de no perder el hilo de la historia.
También funciona aquí la psicología. Existe un respeto subconsciente a cierto tipo de manifestaciones culturales, pero a otras no. Fíjese en un museo como el Prado o el Louvre. La gente va viendo los cuadros en silecnio, con cierta solemnidad, algo que jamás haría ante una exposición de botijos.
Lo de hacer ciertos conciertos en un espacio como un coso taurino o poner barras de bebidas no es la causa de la actitud del personal en un concierto de rock, sino su consencuencia.
Estoy de acuerdo en que el rock tiene ciertas peculiaridades respecto a los otros espectáculos que hemos mencionado: con la música a 100 decibelios uno puede hartarse a gritar sin que se note. Pero hay momentos en que el volumen de la música baja y ahí sí se aprecia el murmullo de la muchedumbre.
EliminarEn lo que no coincidimos es en la consideración de este tipo de conciertos. Para muchos aficionados a este género, no es un simple soniquete de fondo (puede serlo, pero igual que cualquier otro género) y son apreciables detalles artísticos e incluso ciertos virtuosismos. Eso sí, hay que saber elegir bien a quién se va a ver.
Lamentablemente, la solemnidad que comenta referente al público de museos de renombre no siempre se observa, y no es raro ver grupos que pasan delante de La Rendición de Breda como si fuera el escaparate de una pollería. Si así fuera, no sería necesario advertir con carteles en la entrada de las catedrales que hay que guardar cierta compostura en el interior, o sería impensable que un tipo con camiseta de tirantes, bermudas y chanclas pretendiese darse una vuelta por la Basílica del Pilar.
Pero ya estoy entrando en el terreno del turismo, y el objeto de mi comentario, en esta ocasión, era el público autóctono.
Gracias por su aportación.
Un saludo.
Muy grandes ambos razonamientos. Tras leer las dos posturas es difícil posicionarse. Da gusto leer un debate así.
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