Por Llorente
Una de las profesiones que deberían tener en
cuenta los jóvenes como salida laboral para su futuro es esa que consiste en
dar charlas como formador sobre muy distintos aspectos de la vida laboral o
personal, sobre todo laboral, que se suelen resumir con algún nombre (por
supuesto en inglés) que resulte sugerente, como coaching o algo similar.
Más allá de que muchas de esas charlas sean
auténticas chorradas, no deja de tener su mérito ponerse delante de un grupo de
personas y explicarles cómo deben orientar su vida, organizar su trabajo,
mejorar su rendimiento o afrontar las vicisitudes existenciales sin saber ni
siquiera si necesitan nuestros consejos o si al menos les importan. Qué más da.
Lo importante es hablar bien y engatusar. Puro sofismo.
Pero que es una oportunidad laboral fabulosa
lo refleja el hecho de que empresas reacias a facilitar a sus empleados la
formación en cuestiones prácticas como idiomas, ofimática o estudios reglados,
no escatimen a la hora de contratar cursos sobre inteligencia emocional, gestión
del cambio u organización del tiempo.
Quizás sea porque es una manera encubierta de recordarle
al lacayo lo malo que es. A alguien que no sabe alemán o desconoce de Excel
hasta si se escribe con una o dos eles, se le puede decir que tiene esas
carencias sin que se ofenda, porque son objetivas. Más sutil hay que ser para
reprocharle que es un antipático, que no rinde o que no se entiende ni la mitad
de lo que escribe, así que no hay como matricularlo en unos cursitos sobre
trabajo en equipo, gestión del tiempo o comunicación escrita.
Sería curioso poder comprobar el efecto en
sentido contrario si desde abajo les llegasen a los jefazos propuestas para
asistir a “Cómo no ser un déspota tirano” o “Gánese el respeto de sus empleados
ahora que todos le toman por el pito del sereno”.