Si no fuese porque sería terrible vivir sin música, hace tiempo que las industrias del sector hubiesen acabado con ella. Antes incluso de que el contrabando contase con el formidable recurso de Internet. Porque resulta difícil encontrar un cliente tan maltratado por los prestatarios de los servicios que paga como el aficionado a la música.

Tampoco el espectador de la música en vivo está libre de la persecución. No hace muchos años, sacar una cámara fotográfica en un concierto (si no te la habían quitado en el cacheo de la puerta) era más osado que sacar un Colt 45 en un acto del Rey. Lo menos que te podía pasar era que un gorila te rompiese la muñeca al arrebatártela. La proliferación de móviles con cámara convirtió esa prohibición en inaplicable y ¡oh, milagro! resulta que no pasa absolutamente nada, y hasta los artistas comparten las fotos que sus fans les hacen durante sus actuaciones en las redes sociales. ¿A qué venía, entonces, esa manía? A las meras ganas de maltratar al aficionado.
Pero ese pequeño logro del melómano no podía quedar sin respuesta por parte de las promotoras: subida brutal de los precios de las entradas, que cuando ya parecían haber tocado techo han visto aparecer unos eurillos más de “gastos de gestión” que son como la chicuela del mus, y sustitución de la bonita entrada que uno podía guardar como recuerdo por un tique que parece el de la compra del Carrefour.
Y me falta mencionar el abuso de la industria discográfica hacia el artista, que es el currante que da vida a todo esto. Por no alargarme más, lo resumiré con la respuesta del músico José Ignacio Lapido cuando le preguntaron qué recomendaría a un joven que inicia su carrera musical: lo primero de todo, antes incluso que aprender a tocar un instrumento, que se busque un buen abogado.
Llorente
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