Primero se puso de moda lo de ir entre los coches vendiendo los dichosos pañuelitos y los ambientadores en forma de pino. Prácticamente se metían dentro del habitáculo a través de la ventanilla. Defensa: en una época en la que aun no había aire acondicionado, subir el cristal y aguantar el calor.
Poco después llego el turno de la anciana elegantemente vestida que, entre sollozos, nos contaba de lunes a viernes que le habían robado el bolso y que sólo quería algo suelto para coger el metro e ir a comisaría. Defensa: similar a la anterior. Cerrojazo y mirada en lontananza.
Años más tarde llegaron los limpiacristales rumanos, los cuales, tras insistir en vano en que ni se acercasen, dejaban el cristal lleno de agua y jabón, mucho peor de lo que estaba. Defensa: poner en marcha los limpiaparabrisas en cuanto se acercaban, impidiendo su "labor".
Estos mismos limpiacristales, ante nuestra defensa, lanzaron un contraataque: limpiar los faros. Eso nos pilló desprevenidos y sin posibilidad de respuesta mecánica. Defensa: abrir la puerta y echarles a gritos, sabiendo que era tiempo perdido, pues son conscientes de su impunidad.
Y últimamente hemos dado otra vuelta de tuerca que consiste en dejar unos cinco o diez metros por delante libres, para cuando nos aceche el bandolero, meter primera y dejarle atrás. Sistema, de momento, bastante efectivo pero que hace aumentar la extensión de los atascos.
A mí se me ocurren otros sistemas más expeditivos. Pero tal y como están las leyes no queda más remedio que continuar recurriendo a las tácticas de Gandhi.