jueves, 27 de marzo de 2014

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Vendepañuelos y limpiacristales

Los semáforos de las grandes ciudades donde se forman odiosos atascos son terreno abonado para vendedores de pañuelos, limpiacristales, y todo tipo de intimidaciones que han obligado a los sufridos conductores a tomar sus propias medidas de defensa, ante la pasividad de la policía.

Primero se puso de moda lo de ir entre los coches vendiendo los dichosos pañuelitos y los ambientadores en forma de pino. Prácticamente se metían dentro del habitáculo a través de la ventanilla. Defensa: en una época en la que aun no había aire acondicionado, subir el cristal y aguantar el calor.

Poco después llego el turno de la anciana elegantemente vestida que, entre sollozos, nos contaba de lunes a viernes que le habían robado el bolso y que sólo quería algo suelto para coger el metro e ir a comisaría. Defensa: similar a la anterior. Cerrojazo y mirada en lontananza.

Años más tarde llegaron los limpiacristales rumanos, los cuales, tras insistir en vano en que ni se acercasen, dejaban el cristal lleno de agua y jabón, mucho peor de lo que estaba. Defensa: poner en marcha los limpiaparabrisas en cuanto se acercaban, impidiendo su "labor".

Estos mismos limpiacristales, ante nuestra defensa, lanzaron un contraataque:  limpiar los faros. Eso nos pilló desprevenidos y sin posibilidad de respuesta mecánica. Defensa: abrir la puerta y echarles a gritos, sabiendo que era tiempo perdido, pues son conscientes de su impunidad.

Y últimamente hemos dado otra vuelta de tuerca que consiste en dejar unos cinco o diez metros por delante libres, para cuando nos aceche el bandolero, meter primera y dejarle atrás. Sistema, de momento, bastante efectivo pero que hace aumentar la extensión de los atascos.

A mí se me ocurren otros sistemas más expeditivos. Pero tal y como están las leyes no queda más remedio que continuar recurriendo a las tácticas de Gandhi.

jueves, 20 de marzo de 2014

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Charlando en el telediario

Esta semana la entrada corre a cargo de un mordaz crítico, amigo y habitual de este blog: Llorente.

Uno, que de pequeño aprendió que no estaba bien inmiscuirse en conversaciones ajenas, no puede dejar de sentirse incómodo cuando, con la sana intención de informarse sobre lo que acontece en el mundo, atiende a los noticiarios de los distintos canales de televisión.


- Buenos días, Juan, ¿cómo está la situación en Ucrania?
– Hola,  Luis, aquí están a punto de pegarse.


¿Juan? ¿Luis? ¿Realmente se olvidan de que a quien se deberían dirigir es a los espectadores, a los que no sé qué hueco nos queda en este diálogo? Tal informalidad y mal entendida naturalidad puede explicar el empleo de palabras cuyo uso nos acarreaba a los de mi generación una regañina de nuestros mayores, como “cabrear”: decir que los representantes sindicales han salido “cabreados” de la reunión con los directivos, señora reportera, no está bien. Y puede explicar igualmente que estos periodistas-presentadores hayan olvidado pedir perdón cuando tosen o se equivocan. Uno, de pequeño, también aprendió que cuando está hablando y la garganta le juega una mala pasada en forma de tos o carraspeo, dice “perdón” y continúa su discurso. Y lo mismo cuando se equivoca:

- Rajoy ha asesinado hoy a Hollande…, lo ha recibido, quería decir.

¡Pues si lo quería decir, haberlo dicho! Pero si se ha confundido, no cuesta tanto añadir un “perdón “para disculparse ante el oyente que se ha tragado el yerro.

No debería haber problema para corregir estas cosas con facilidad, dada la enorme capacidad de aprendizaje y adaptación que han demostrado los presentadores de informativos, especialmente los del tiempo. Si profesionales de 40 ó 50 años que desde que aprendieron a hablar decían “Gerona” y “Lérida” pasaron de la noche a la mañana a decir “Girona” y “Lleida” sin despistarse ni una, pueden también aprender estas otras cosas, que son igual de fáciles. Desconozco los métodos utilizados en el cambio de los topónimos, quiero suponer que no se llegaría a coacciones o amenazas de despido, pero lo que está claro es que han demostrado ser altamente eficaces y que pueden ayudarnos a mejorar nuestros servicios informativos.

jueves, 13 de marzo de 2014

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Los empeños a lo bestia

Desde hace algun tiempo está muy de moda el programa televisivo Empeños a lo bestia. Puede resultar entretenido, pero ¿traslada algún valor positivo a los espectadores?

Las tiendas de empeño, sórdidas donde las haya, cumplen su cometido solucionando problemas económicos pasajeros. Pero que produzcan programas de televisión donde se aplauda la usura del dueño de una de ellas, tratado como héroe, quien se comporta como un auténtico déspota ante el necesitado, haciendo todo tipo de preguntas indiscretas e innecesarias, flaco favor hace a muchos espectadores, pendientes todavía de decidir su futuro y hacia donde encarrilarlo. Entre ganar un buen fajo de billetes por hacer de intermediario o presentarse al MIR para acabar ganando 1.500 euros mensuales, la tentación, cuando menos, se puede presentar.

Casas de empeños, subastas de trasteros, cotillas que rebuscan en los graneros de honrados agricultores... todos estos programas tratan de lo mismo: comprar muy barato para vender muy caro. No fomentan el ahorro, el trabajo en equipo, la ayuda al prójimo o el éxito mediante el esfuerzo y el estudio. Es el dinero por el dinero, da igual de qué se trate si genera beneficio. Hay que aprovecharse de la necesidad o de la ignorancia del contrario. No hay más que ver el lamentable perfil de los protagonistas de Empeños a lo bestia.

Si nos remontamos varios siglos atrás y miramos al continente americano de sur a norte, veremos las consecuencias a largo plazo de aquellos países donde los españoles compramos barato el oro y nos marchamos, contra aquellos donde desembarcaron irlandeses, franceses u holandeses, sembrando, trabajando y creando riqueza en lugar de trasladarla de un lado a o otro.

jueves, 6 de marzo de 2014

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El desconocido mundo del intermitente

Poco se puede esperar de aquel ser que, a los mandos de un vehículo, es incapaz de realizar el mínimo desgaste físico exigido para indicar cuál es su camino a seguir. Confiemos en que la naturaleza le ponga en su sitio.

Se puede conducir mal, bien, regular, rápido, lento, brusco, con prudencia o con riesgo. Cada uno de los modos elegidos tendrá sus consecuencias. Pero lo que no se puede permitir es la falta de educación y la norma elemental de advertir hacia dónde se dirige uno. No emplear los intermitentes debería ser sancionado con la retirada inmediata del carnet de conducir, y los infractores obligados a trabajar sin sueldo como acomodadores de cine o en una mina de carbón, para que vean la importancia de algunas lucecitas.

Un individuo que no emplea la palanquita de dirección solo se puede entender de dos formas: la primera es que es un egoísta incívico al que no le preocupa en absoluto el que está enfrente ni el que tiene detrás. Afortunadamente, de vez en cuando se hace justicia y su falta de señalización obliga a que el camión de seis ejes que venía a continuación no tenga tiempo de frenar y sus treinta toneladas solucionen el problema para siempre.

Y la segunda es que sea un animal de bellota que no sabe ni lo que es un intermitente, ni la necesidad de señalizar la maniobra ni, básicamente, el porqué de andar dando vueltas al volante o para qué sirve esa luz roja que se enciende al pisar el freno. Igual de peligroso que el anterior, pero con la excusa de que lo hace sin conocimiento, ejemplo claro del éxito de los exámenes de conducir en España.

Una posible solución pasaría por avisar a la policía, pero cuando vemos que los agentes de tráfico son los primeros en cometer la infracción, poco más nos queda que agarrarnos fuertemente al San Cristóbal.