De acuerdo que un niño no tiene porqué ir por la vida con las rodillas peladas, el pelo revuelto y el tirachinas colgando del bolsillo trasero. Pero de ahí a que niños con edades de una sola cifra luzcan el pelo engominado, zapatos de tacón cubano, pantalones de pata de gallo y bailen salsa con una sensualidad y provocación que no corresponde en absoluto a su edad, hay un paso muy grande. Y muy peligroso.
Son niños que pasan de puntillas por la infancia, viejos antes de recibir la Primera Comunión. Que les educan en la competición malsana. Proyecciones artificiales de unos padres que deberían dejar que sus hijos se batan el cobre jugando al balón o al truque en lugar de pasearlos por platós de televisión al son de valses vieneses, de melancólicos tangos o de aburridos corridos mejicanos, vestidos como Zapata o Pancho Villa.
Mientras los infantes representan un papel que en absoluto se corresponde con su edad, los padres, en una posición privilegiada entre el público, ven emocionados como en un abrir y cerrar de ojos sus hijos han obtenido los defectos de los adultos sin ninguna de sus virtudes.
Los niños con niños, haciendo juegos propios de su edad. Y los adultos, que se preocupen por que los primeros coman, se rían y duerman de un tirón. Que por suerte o por desgracia el tiempo ya les enseñará que la vida es un tango y que hay que saber bailarlo.