Poco a poco se van perdiendo las costumbres y cambiando las modas. Una de ellas era la de llamar a los restaurantes con un nombre rimbombante, largo, y de varias palabras. Que denotase poderío y buen hacer.

Lejos quedaron aquellos días de Casa Pepe, Casa Juan, Casa Paco y demás. Poco a poco fueron cayendo en el olvido. Aquellos cuartos de baño, con una cuerda de esparto a modo de tirador de la cadena y un bote de Mistol recortado haciendo las veces de cubilete para la escobilla dejaron paso a elegantes puertas de madera y brillantes sanitarios de donde las moscas huían dando la batalla por perdida.
Llegó la hora de acondicionar el patio trasero, que hasta entonces había sido tendedero de blancos lienzos con eternos cercos de vino, campo de juegos de perros y gatos sin collar ni microchip y garaje improvisado de triciclos y bicicletas. Todo fue sustituido por atractiva piedra de pizarra, un carro de arrastre en madera de pino y roble, tinajas de barro de 50 litros y todo tipo de aperos de labranza de principios del siglo pasado. Y se llegó a la conclusión de que toda esa exclusividad no podía convivir con términos tan comunes como Casa Manolo o Restaurante El Cruce.