Personalmente, tengo una gran manía al mundo del regateo, a los comerciantes que fomentan esa estrategia y, en especial, a los espabilados que pretender sacar por seis algo que marca diez, a pesar de que el precio inicial ya les parecía adecuado, sólo por hecho de creerse más listos.
No hay espectáculo más bochornoso que el de un fulano que se ha gastado tres mil euros en un crucero por el Caribe y que, mientras saborea un daikiri, es capaz de regatear dos dólares al negrito de turno, a cambio de un objeto artesanal típico de la zona.
Lo más triste de esta práctica es que los regateadores se quedan con la sensación de haber engañado al comerciante, y que sus grandes dotes de agresividad comercial deberían llevarles directos al parquet de Wall Street. Su ego les hace pensar que el vendedor se levanta por las mañanas para perder dinero y que prefiere no ganar un euro a cambio de disfrutar de las dotes de negociación, el encanto y el savoir faire del tiburón financiero de turno.
Yo no soy de entrar en este tipo de juegos y me decanto por los sitios de precio fijo. Aunque posiblemente también se aprovechen en exceso, me ahorro entablar una batalla dialéctica de la que siempre voy a salir perdedor. A lo más que llego es a pedir un chupito de la casa en los restaurantes.