
Lo de aparentar nos pone, y mucho. Hay mujeres que tienen más de una decena de bolsos de imitación, cuando por ese precio ya hubiesen comprado uno de los verdaderos. Y fanáticos de la exactitud suiza que guardan en su mesilla una colección de réplicas mientras siguen buscando la reproducción perfecta del Omega o el Patek Philippe de sus sueños, sin querer ver que con lo desembolsado en dichas réplicas ya tendrían pagado más de la mitad del auténtico.
Nuestra actitud positiva hacia estas imitaciones demuestra que no valoramos el beneficio de esos productos hacia dentro sino hacia fuera. No buscamos el efecto que produce en nosotros, bien sea como recompensa, premio, sensación de poseer algo exclusivo, infalible, legendario o mítico. Lo que buscamos es que los demás se lo crean y nos sitúe un peldaño más arriba de lo que nos merecemos en la escala adquisitiva. Nada más triste que ver en alguien un Rolex al que se le cae la manecilla del segundero, un bolso al que se le deshacen las asas o una camisa de supuesta primera marca que a la semana luce pelotillas del tamaño de guisantes.
Las cosas buenas tienen su precio y hay que poder pagarlas. Y si miramos a largo plazo, acaban resultando menos caras de lo que parecían. Y si no se puede, no pasa nada. Afortunadamente hay productos para todos los bolsillos. Pero nada peor que el quiero y no puedo. Intentar aparentar a base de fraudes, nos acabará dejando en mal lugar.
Porque además, por mucho que queramos pensar de otro modo, los que se mueven de modo habitual en ese entorno en el que queremos pasearnos, distinguen perfectamente el gato de la liebre.
Porque además, por mucho que queramos pensar de otro modo, los que se mueven de modo habitual en ese entorno en el que queremos pasearnos, distinguen perfectamente el gato de la liebre.